https://www.fcc.gov/document/fcc-facilitates-wireless-infrastructure-deployment-5gYa que este artículo se ha convertido en una especie de secuela de una reflexión anterior llamada El derecho a la red. Si tienes tiempo, recomendamos su lectura también.
El presente es una traducción del inglés. El original se puede encontrar aquí.
Los humanos siempre hemos transformado los entornos en que hemos vivido, para bien o para mal. En la era moderna, esto es bastante evidente en términos de infraestructura pública (y a veces también privada) como autopistas, líneas de alimentación eléctrica, torres de comunicación celular y otros. Del mismo modo, los cambios que generamos al ambiente físico transforman cómo vivimos e interactuamos, incluyendo nuestras percepciones del tiempo y el espacio.
A modo de ilustración, veamos la historia del ferrocarril, cuya expansión empieza con una idea o imperativo moral: El “Destino Manifiesto”. Acuñado en 1845, el término refiere a la idea de que la democracia republicana y el capitalismo en expansión a través del continente norteamericano eran un acto de destino divino. Esta idea comenzó a engendrar políticas públicas y alrededor de 1860, a través de las Leyes Ferroviarias del Pacífico (Pacific Railroad Acts), se le regalaron tierras públicas de lo que hoy es Estados Unidos a compañías ferroviarias para que promovieran la construcción de vías. Estas trajeron miseria a algunos y gran prosperidad a otros a través de la remoción obligada de indígenas de sus tierras ancestrales de un lado, y a través de la rápida población de la parte occidental de Norteamérica por parte de habitantes blancos del otro. Sin importar quién fueras o dónde estuvieras en el continente, tu vida cambió luego del ferrocarril.
Entrando a 1880, la mayoría de los lugares en Estados Unidos y Canadá tenían su propia hora local basada en la posición del sol sobre su plaza de armas. Así, el mediodía para dos ciudades o poblados vecinos podía estar a un par de minutos de diferencia. A medida que los ferrocarriles emergieron y revolucionaron la forma en que las personas y los bienes se movían, se hizo evidente que para evitar accidentes y proveer algo de certeza horaria a los pasajeros, era necesario algún sistema de zonas horarias unificadas. De hecho, no fue el gobierno, sino las compañías privadas de ferrocarriles quienes definieron e introdujeron las zonas horarias a Norteamérica.
Aunque es difícil imaginar lo que era tener 300 zonas horarias a fines de siglo XIX, la gente más o menos se las arregló sin muchos problemas. Eso fue hasta que una nueva tecnología, el ferrocarril, llegó y cambió literalmente la forma en que la gente interactuaba con, y concebía, el tiempo y el espacio. Una diferencia de unos pocos minutos importaba mucho ahora.
Actualmente, hay compañías de tamaño e influencia similar que las ferroviarias del siglo XIX, y que han construido infraestructura comunicacional a lo largo de Estados Unidos y el resto del mundo. Los antepasados de estas compañías también se involucraron en la transformación del espacio y el tiempo de formas similares a las ferroviarias, y a veces en conjunto con estas: la tierra fue reutilizada, robada, comprada y vendida para asegurar que las líneas de telégrafo y teléfono (y hoy cables de fibra óptica, y torres de comunicación inalámbrica) pudieran ser construidas. Así, mientras los habitantes estaban dispersándose hacia el sector occidental del continente, las telecomunicaciones estaban uniendo de vuelta a la gente, esencialmente condensando el espacio y el tiempo. Donde antes tomaba semanas o meses llevar un mensaje a lo largo del continente, ahora era cosa de segundos.
Para contextualizar, se puede hacer un paralelo actual a este “Destino Manifiesto” de las comunicaciones y las infraestructuras de transporte, con una orden legal de la Comisión Federal de Comunicaciones de los Estados Unidos que se adelanta a las autoridades municipales en cuanto al uso de propiedad pública para el despliegue de redes inalámbricas 5G. Cabe notar que esta orden aún no se implementa debido a la fiera oposición legal de varias localidades y entidades de la sociedad civil.
A medida que el empujón hacia 5G y la consiguiente “densificación” de la red se ha convertido en su propio tipo de imperativo moral, las empresas de telecomunicaciones han expresado su preocupación por la forma en que las localidades pueden retrasarlas con las cuotas, los requisitos para la concesión de licencias y ctuando de forma poco expedita en las solicitudes. En respuesta, la CFC (Comisión Federal de Comunicaciones) estableció nuevas reglas para los gobiernos locales en tres áreas principales. La primera es sobre cobrar cuotas razonables (según el estándar de la CFC) por desplegar infraestructura inalámbrica, específicamente celdas pequeñas (small cells). La segunda es reducir las restricciones sobre los lugares en que la infraestructura puede ser desplegada. Y la tercera limita la cantidad de tiempo que tienen las autoridades locales para decidir sobre las solicitudes formales de despliegue.
Cabe mencionar, a modo de contexto, que hay un cambio importante en curso sobre cómo las compañías de telecomunicaciones, en este caso operadoras de telefonía móvil, buscan desplegar sus redes. Una razón es el objetivo de proveer mucho mayor ancho de banda a cada usuario, y otra es el uso de frecuencias mucho más altas en las bandas de frecuencia milimétrica (su propio tipo de “Destino Manifiesto” en cuanto al espectro). Ambas han motivado a las operadoras de telefonía móvil a reducir el tamaño de sus celdas, lo que implica acortar la distancia entre los nodos de acceso o la estación base y el usuario final tanto como sea posible. En redes 4G urbanas, esta distancia entre celdas o nodos es de unos 400 metros. Para el 5G, la meta es reducir esta distancia a menos de 100 metros. En otras palabras, deberán instalarse al menos cuatro veces la cantidad de estaciones base que hay para 4G.
Irónicamente, el 80% de los datos móviles es consumido en casa, y hasta ahora la industria no ha descubierto cómo hacer que el 5G funcione bien en casas por el uso de frecuencias altas. Esta deficiencia mayúscula levanta aún más sospechas cuando pensamos en por qué se está poniendo tanto énfasis en desregular el equipamiento al aire libre cuando solo corresponderá al 20% del tráfico de datos.
En el fondo, este conflicto tiene que ver con la facultad de la población local de decidir cómo pueden utilizarse sus tierras e instalaciones públicas, por quién y con qué fines. Es cuestionable que los gobiernos locales deban renunciar a sus propios procesos democráticos con el fin de responder a los tiempos y costos impuestos por el gobierno federal en nombre de las grandes compañías de telecomunicación.
Sam Liccardo, el alcalde de San Jose, California, lo resume elocuentemente:
“La mala noticia es: Como resultado de una legislación de la CFC (…) la CFC ha cortado completamente las piernas de las ciudades obligando a que todas las concesiones de infraestructura pública, construida y mantenida por los impuestos de la ciudadanía, deban ser ofrecidas a precios por debajo del mercado(…) Esto resulta en un subsidio billonario mandatado por la CFC a beneficio de las grandes compañías de telecomunicación.”
Estados Unidos no es el único país lidiando con esto. Por ejemplo, Brasil tiene regulación de 2015 (Ley N.º 13.116), más conocida como la “Ley Antena”, que prohíbe a las provincias y municipalidades imponer cualquier condición que pueda afectar las decisiones de tecnología, topología de red o calidad de servicios de las operadoras de telecomunicación. Con esta ley, la instalación de infraestructura de telecomunicación “pequeña” no requiere permiso, y gracias a otra ley (N.º 13.097, artículos 134 y 135) no hay cobro o impuesto asociado a la instalación de celdas pequeñas tampoco. En Europa existe la discusión alrededor de una nueva regulación llamada “Régimen de despliegue ligero para puntos de acceso inalámbricos de áreas pequeñas” que definiría las características necesarias para que celdas pequeñas queden exentas de pedir permisos previos en la Unión Europea.
Mientras los detalles de cada ley o caso son interesantes, es clave dar un paso atrás y entender esta fase de transformación digital de nuestras vidas desde el punto de vista del territorio, y cómo el espacio en que vivimos está, de nuevo, siendo redefinido. Para usar términos más conceptuales o teóricos, estamos en un proceso de desterritorialización y reterritorialización. La primera significa la erradicación de las prácticas sociales, políticas o culturales de sus lugares y poblaciones nativas, y la segunda es la reestructuración de un lugar o territorio que ha experimentado desterritorialización. Los dos términos fueron empleados originalmente en los años 70 por los teóricos franceses Gilles Deleuze y Felix Guattari (de cuyo trabajo Rhizomática toma su nombre).
Entonces cuando hablamos de la CFC subordinándose a la influencia de las compañías de telecomunicación de Estados Unidos, imponiendo reglas a las localidades sobre a cuánta radiación pueden ser expuestos, qué es una infraestructura inalámbrica estéticamente aceptable, o las eventuales consecuencias de estas plataformas sobre el transporte o el acceso a la realidad virtual, etc, estamos hablando sobre un plan estructurado de desterritorialización y reterritorialización. En otras palabras, estamos tomando lugares en los que vivimos y los estamos transformando en una manera que fuerza a la gente a interactuar de forma diferente física, simbólica y emocionalmente. Esto significa nuevos patrones de movimiento, nuevas formas de organización cotidiana y vida política, así como transformaciones culturales y cognitivas.
Lo que estamos viviendo con la regulación de la CFC y otras en pro de las celdas pequeñas, es la etapa mas reciente del “Destino Manifiesto” de Internet, con el servicio provisto y la red utilizada para hacerlo, teniendo inmensos impactos en nuestra relación con el entorno en el que vivimos y nuestra habilidad de tomar decisiones locales. Las redes de telecomunicación y los servicios que proveen, especialmente las grandes redes sociales (Facebook, por ejemplo) y las plataformas de asignación de recursos (como AirBnB), se han vuelto inherentemente globalizadoras y anti-locales en muchos sentidos. Esto no significa que no sean útiles a nivel local, pero sí que es una tendencia problemática hacia el uso de plataformas globales que no se pueden controlar localmente, o hacer responsables de sus efectos negativos ya documentados.
Si bien es cierto que el presente siempre está dando a luz al futuro, la cuestión de quién define cómo sucede esto es primordial. ¿Queremos un mundo aún más moldeado por el “Destino Manifiesto” y reino ilimitado de los intereses corporativos sobre la tierra, en nombre de regulaciones más “flexibles”, o ¿preferimos uno que asegure que las comunidades locales tengan la posibilidad de ser los impulsores de la transformación digital? Para ese fin, ¿qué otra forma hay de hacer las cosas? ¿Hay alguna forma de construir infraestructura digital que no lleve a una desterritorialización y reterritorialización tan intensa?
Un lugar para buscar respuestas es el floreciente movimiento de redes comunitarias alrededor del mundo. La manera en que aseguramos que el futuro sea un lugar en el que queremos vivir está directamente relacionado con los métodos y prácticas de las redes comunitarias y su insistencia en que la población local pueda (y deba) construir y gobernar sus propias redes. Compartiendo una experiencia personal para ilustrar el punto, recuerdo los debates iniciales que el proyecto comunitario Rhizomática ayudó a generar en la fase de codiseño del mismo en Oaxaca, México.
En 2013, Rhizomática promovió una serie de concurridas reuniones comunitarias en Talea de Castro, un pueblo rural en la Sierra Norte de Oaxaca, para decidir cómo iba a ser la red celular que querían instalar. Un tópico recurrente era el cómo la introducción de un sistema de telecomunicación celular podría alterar las relaciones cara a cara. Como pueden imaginar, en este tipo de pueblos pequeños, la gente está en permanente contacto, percibido como algo positivo y útil para mantener y fortalecer lazos colectivos entre residentes, y sin el que no habría “comunidad”. La gente se preguntaba colectivamente qué pasaría si de pronto las interacciones personales ocurrieran a través del teléfono. ¿Cómo se sentiría la comunidad? ¿Qué se ganaría, y qué se perdería?
Estos problemas son complejos. Por ejemplo, como una región que ha experimentado una emigración sustancial de sus ciudadanos a los Estados Unidos, las preocupaciones de Talea de Castro sobre el impacto del sistema celular comunitario en la vida dentro de la ciudad se juntaron también con las esperanzas de que la red traería a amigos y parientes de fuera de la ciudad, de vuelta en la comunidad, aunque solo sea digitalmente. Otra de las preocupaciones tenía que ver con los lugares en que el equipamiento y el área de cobertura serían más útiles. Como muchos taleanos son campesinos, había un intenso interés en asegurar cobertura en los campos de agricultura a una o dos horas de distancia a pie, donde nadie vive.
Lo anterior es un ejemplo de desterritorialización/reterritorialización gatillado por la introducción de nueva tecnología, pero una en la que la población local tuvo la posibilidad genuina de enfrentar los desafíos inherentes a las tecnologías digitales y de formular colectivamente estrategias que consideraron que limitarían los efectos negativos y aumentarían los positivos. Una propuesta concreta implementada de la población local fue imponer un límite de 5 minutos a llamadas locales, pero ilimitado y libre desde y hacia afuera. De esta manera, esperaban recordar a la gente que es mejor tener una conversación larga en persona, pero al mismo tiempo aumentar la habilidad de interactuar con seres queridos a distancia, lo que creían que fortalecería la comunidad. Además, la torre celular fue ubicada de manera de garantizar cobertura en la mayoría de los campos, pero también en el centro del pueblo para que los campesinos pudieran llamar si necesitaban ayuda o hacer consultas.
La transición digital que afecta al mundo no se siente ni experimenta de la misma manera en todos lados. En algunos lugares, la gente no está interesada en estar en línea y no quiere tener nada que ver con los esfuerzos para conectarlos. En otros lugares, la gente siente la necesidad de estar conectada todo el tiempo y espera desesperadamente que conexiones más rápidas se hagan más comunes. No todos queremos lo mismo en cuanto a conectividad y tecnologías digitales. Cuando creamos políticas que refuerzan y privilegian el enfoque de “Una forma le sirve a todos” por sobre las preferencias locales (y los sistemas que las representan y concretizan), estamos, aunque pueda parecer exagerado, cometiendo actos de violencia y dominación contra aquellos que no están del lado del “Destino Manifiesto” del internet y las redes de telecomunicación. Así como la gente tiene derecho a estar conectada, también tienen derecho a no estarlo, o al menos a decidir cómo.
Como muestra el pequeño ejemplo de los movimientos de redes comunitarias (y hay muchos más de ellos), existen otras formas de enfrentar el problema. Formas que respetan la diversidad de lugares, intereses y visiones de mundo y que unen a la gente local para resolver sus propios problemas.